
Hace un año Colombia celebró algo que, en pleno siglo XXI, jamás debió ser motivo de celebración: la prohibición del matrimonio infantil. Y digo “celebró” porque ese día aplaudimos con alivio lo que, en realidad, era un acto básico de decencia. Necesitamos nueve intentos legislativos para reconocer algo que cualquier niño puede decir sin leer el Código Civil: una niña no está lista para ser esposa, ni mamá, ni propiedad emocional de un adulto. Pero hoy, doce meses después, no puedo evitar sentir que esta ley se parece más a un anuncio de campaña que a una transformación real. Sigue existiendo un país donde cientos de menores -casi todas niñas- continúan atrapadas en uniones que jamás eligieron. Y es imposible no preguntarse: ¿de qué sirve prohibir algo si el Estado no tiene cómo impedir que siga ocurriendo?
Lo digo como un ciudadano que convive cada día con niños que aún creen que el amor duele porque así lo vieron en casa, en la cultura o en el entorno. La ley es clara, sí. La realidad no tanto. La reforma llegó tarde y llegó sola, porque una ley sin implementación es como un cuaderno sin tinta: Niñas de 13 o 14 años que hablan de “parejas” de 25 o 30, como si el problema fuera la distancia y no la violencia. Ese es el país real. Ese es el país que no cambia con un solo debate en el Congreso. Según el ICBF, más de 2.000 menores siguen en uniones tempranas que el Estado no puede deshacer porque la norma no es retroactiva. Y mientras tanto, esas niñas continúan atrapadas en contratos emocionales que solo les han dejado cicatrices físicas, psicológicas y proyectos de vida que nadie les dejó escoger.
Es fácil culpar a los territorios, a las culturas o a las familias, porque también es cómodo. La verdad es otra: no hay presupuesto suficiente para hacer pedagogía, acompañamiento psicológico, ni para llegar a las zonas donde el matrimonio infantil se esconde detrás de tradiciones que jamás debieron normalizarse. En Colombia nos encanta legislar. Tenemos leyes para proteger, prevenir, acompañar y garantizar, pero lo que no tenemos es presupuesto. Y las niñas no necesitan discursos; necesitan protección real. Pienso en una cifra que debería escandalizarnos: en 2024, 354 niñas intentaron quitarse la vida por embarazos asociados a estas uniones tempranas. ¿Cómo puede un país permitirse ese número y decir que está avanzando? Aquí no hablo como opositor del gobierno ni como defensor de un partido. Hablo como alguien que, todos los días, mira a los ojos a los niños que dependen de nosotros. Y desde ahí digo: sin plata, sin presencia estatal y sin una estrategia nacional, este avance se queda en una frase bonita en un papel.
Lo más difícil de este fenómeno no es la ley, es la cultura. En muchos territorios, la palabra “esposo” sigue sonando más importante que la palabra “alumna”. Ser mujer aún se confunde con servir, complacer o resignarse. Y cuando el machismo se viste de costumbre, la violencia se vuelve invisible. Cambiar esto requiere más que sanciones. Requiere educación, conversación, reparación y alternativas de vida. Requiere que cada niña entienda algo que el mundo parece haber olvidado: su infancia no está en venta, su autonomía no es negociable y su cuerpo no es moneda cultural.
No me gusta quedarme solo con el pesimismo. Sería injusto. El país dio un paso importante. Profesionales, ONG, organizaciones, maestros y familias están rompiendo silencios que duraron décadas. El ICBF empezó capacitaciones, algunas entidades están haciendo la tarea y Colombia dejó, al menos en papel, de tolerar algo intolerable. Pero también creo que el reto más grande apenas empieza. Romper un matrimonio infantil no es firmar un documento: es romper una cadena. Y en ese proceso la niña queda sola si el Estado no llega con la mano extendida.
Cada vez que veo esta discusión pienso en una frase sencilla, casi obvia, que debería guiarnos siempre: toda niña tiene derecho a vivir su infancia, no a sobrevivirla. Y si queremos que esta ley no se quede en un triunfo moral sino en un cambio histórico, debemos dejar de aplaudir y empezar a exigir. Exigir presupuesto, presencia estatal, campañas serias, justicia cercana y educación que enseñe a las niñas a elegir, no a obedecer. En un país donde durante años se normalizó lo impensable, prohibir el matrimonio infantil no es el final del camino. Es apenas el primer ladrillo de un país que, ojalá algún día, entienda lo esencial: son niñas, no esposas. Ni ahora, ni nunca.


