04 de diciembre de 2025

Cuando un baño escolar se convierte en una escena de peligro

Pocas cosas me duelen tanto como enterarme de que un niño de nueve años fue golpeado, asfixiado y reducido en un baño escolar por un estudiante de noveno. Lo digo sin rodeos: este no es un caso aislado, no es una “pelea entre niños”, no es un error desafortunado. Es el síntoma de algo mucho más profundo y más incómodo: hemos normalizado la violencia escolar al punto de que un baño, que debería ser un espacio seguro, terminó convertido en una escena de terror para un niño que solo hizo lo correcto: pedir respeto por un espacio que no era suyo. Y mientras escuchaba este caso del colegio Normal La Hacienda en Barranquilla, no podía dejar de pensar en cuántas veces hemos callado señales previas que anuncian que algo así podía ocurrir.

Como país nos hemos acostumbrado a reaccionar después del golpe, después de la crisis, después de que el niño ya está en shock y otro compañero tuvo que correr a pedir ayuda. Seguimos tratando la violencia escolar como un hecho inevitable, como si hiciera parte natural de crecer. Pero no es natural que un niño casi pierda el aire en un baño. No es natural que tres adolescentes ocupen un espacio ajeno sin supervisión. No es natural que los agresores tengan tiempo de huir antes de que llegue un adulto. Y no es natural que sigamos creyendo que la convivencia se resuelve solo con talleres y discursos mientras la realidad nos demuestra que las reglas sin vigilancia terminan siendo decorativas.

He trabajado varios años con niños, y lo digo con toda claridad: la violencia entre estudiantes no surge de la nada. Crece. Se alimenta. Se ensaña con los más pequeños. Un estudiante de 14 o 15 años no decide asfixiar a un niño de nueve por un capricho repentino. Detrás suele haber antecedentes, burlas, jerarquías tóxicas, ideas aprendidas sobre fuerza y dominio, falta de límites y, sobre todo, falta de presencia adulta en los lugares donde todo ocurre: los baños, los pasillos, las escaleras, los recreos. De nada sirve tener el mejor manual de convivencia si nadie lo hace cumplir cuando los estudiantes cierran una puerta.

Por eso este caso no solo debe indignarnos; debe incomodarnos. Porque si no nos incomoda, no cambiaremos nada. Las familias tienen razón cuando exigen supervisión, acompañamiento y autoridad visible. No es exageración, no es paranoia, es responsabilidad. Y también es cierto que las instituciones educativas enfrentan una carga gigante: más estudiantes, menos personal, horarios compartidos entre primaria y bachillerato, docentes obligados a multiplicarse. No es fácil. Pero nunca puede ser más difícil que explicar por qué un niño estuvo a punto de perder el aire dentro del propio colegio.

Tampoco se trata de culpar al sistema educativo sin contexto. Se trata de exigirle lo mismo que le exigimos a un hospital: que garantice un espacio seguro. Dejar un baño sin vigilancia constante en horas mixtas es como dejar un área de urgencias sin enfermeras. No se trata de poner policías en cada puerta, sino de entender que los colegios son, antes que centros académicos, entornos de protección. Un niño no se educa donde no está a salvo.

Este caso también nos obliga a mirar a los agresores con una doble perspectiva: responsabilidad y reparación. Sí, debe haber sanciones claras y proporcionales. Pero también debemos preguntarnos qué falla en su formación para que un adolescente crea que la manera de resolver una situación es golpear y asfixiar a un niño. La violencia no se aprende sola. Y si no intervenimos ahora, estaremos criando jóvenes que creen que la fuerza siempre es la salida más rápida.

Algo que he aprendido como docente es que la convivencia no se improvisa. No se construye sola. No ocurre porque el colegio “sea bueno” o porque los estudiantes “sean tranquilos”. La convivencia requiere proyectos emocionales, mediación constante, adultos atentos, protocolos vivos, no archivados. Necesita que cada estudiante entienda que tiene derechos, pero también límites. Y que las instituciones sepan que la prevención no es un anexo opcional, sino la columna vertebral de la seguridad escolar.

Hoy la familia de este niño espera justicia, pero yo espero algo más ambicioso: que este caso sea un punto de inflexión. Que los colegios revisen seriamente sus dinámicas internas. Que los padres comprendan que la educación es una alianza, no una delegación. Y que el Estado deje de asumir que la violencia escolar se resuelve con un comunicado. La prevención cuesta menos que la reparación. Pero parece que solo aprendemos cuando el daño ya está hecho.

Como sociedad no podemos permitir que un niño de nueve años salga del baño de su colegio temblando, golpeado, sin aire, con miedo. Los colegios deben ser los lugares donde la infancia está más protegida, no más expuesta. Y hoy, más que nunca, debemos recordarle al país algo que a veces olvidamos: la seguridad de un niño no se negocia, no se aplaza y no se explica después. Se garantiza desde antes.

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