16 de octubre de 2025

Los niños del mañana: un futuro confuso

A veces miro a mis estudiantes y me pregunto con una mezcla de esperanza y preocupación: ¿en qué se están convirtiendo los niños del mañana? Los veo crecer en un mundo que les promete todo a un clic, pero que a la vez les roba lo más valioso: la claridad sobre quiénes son y hacia dónde van.

No exagero cuando digo que estamos criando una generación confundida. No confundida por falta de inteligencia, sino por exceso de estímulos. Niños que viven rodeados de pantallas, que buscan validación en “likes”, que creen que su valor depende de lo que muestran y no de lo que son. Niños que se comparan con modelos irreales, que confunden el éxito con la fama, y la felicidad con los filtros.

No está mal vivir el presente. De hecho, es bueno disfrutar el ahora. Pero me preocupa ver cómo ese “vivir el momento” se ha vuelto una excusa para no pensar en el futuro. Muchos no se imaginan a sí mismos más allá del viernes, más allá del celular, más allá de la rumba. Se vive con intensidad, pero sin propósito. Se ríe mucho, pero se sueña poco.

Duele ver cómo la cultura de lo inmediato está reemplazando el valor del esfuerzo. Hoy muchos jóvenes quieren los resultados sin los procesos, el reconocimiento sin el mérito, la recompensa sin el trabajo. No soportan el silencio, no toleran el aburrimiento, no entienden que crecer también implica esperar, fallar y volver a intentarlo.

Y no los culpo del todo. El mundo adulto también tiene su cuota de responsabilidad. Fuimos nosotros quienes llenamos su infancia de pantallas para no escucharlos, quienes reemplazamos los juegos por dispositivos, quienes preferimos callar para no discutir. Les enseñamos, sin querer, que todo se puede conseguir rápido y sin esfuerzo.

La paradoja es que nunca habíamos tenido tanta información y, a la vez, tan poca sabiduría. Los niños saben navegar internet, pero no saben navegar la vida. Pueden editar un video en segundos, pero no saben editar sus emociones. Dominan la tecnología, pero no saben dominar su frustración.

A veces me encuentro con adolescentes que me dicen que no creen que el país no vale la pena. Y aunque esa apatía suene como rebeldía, en el fondo es miedo. Miedo a no encontrar su lugar, miedo a no ser suficientes, miedo a fracasar. Porque crecer en una sociedad que mide el valor en cifras y seguidores es, de algún modo, crecer sintiéndose observado y juzgado.

Y aquí es donde debemos reflexionar los adultos, los docentes, los padres, los comunicadores, los líderes. ¿Qué tipo de futuro estamos mostrando? ¿Uno lleno de pantallas y vacíos, o uno lleno de humanidad? Los niños del mañana no necesitan solo tecnología: necesitan sentido. Necesitan adultos que los escuchen sin burla, que los orienten sin imponer, que les enseñen que la vida no se trata de “loquear” sino de construir algo que valga la pena.

No todo está perdido. Hay chicos que todavía sueñan, que quieren estudiar, que creen en la solidaridad, que defienden causas justas. Ellos son la prueba de que la confusión no es el destino, sino una etapa. Pero esa etapa necesita guías, ejemplos, referentes. Y esos referentes somos nosotros, los adultos que ellos observan en silencio.

No podemos seguir normalizando que la infancia se vuelva un espectáculo. No podemos aplaudir que un niño busque ser “influencer” sin enseñarle primero a ser influyente en su entorno real. No podemos hablarles de valores mientras nosotros mismos vivimos desconectados de ellos.

Yo sigo creyendo en los niños del mañana, aunque el mañana a veces se vea borroso. Creo en su capacidad de asombro, en su creatividad y en su fuerza. Pero necesitamos devolverles algo que el mundo digital les arrebató: la capacidad de imaginar un futuro.

Porque un niño que sueña, que piensa, que siente y que cree, nunca estará perdido.
El verdadero peligro no es que estén confundidos, sino que nosotros, los adultos, dejemos de ayudarlos a encontrar el camino.

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