07 de agosto de 2025

¿Lo más difícil de ser profe? Los papás

Ser profe no es solo enseñar. Es contener, guiar, corregir, escuchar, proteger, formar carácter y hasta sanar. Pero hay algo que a veces, por más vocación que uno tenga, desborda: la falta de apoyo de algunos padres y madres. Y lo digo sin ánimo de señalar, sino de invitar a una reflexión urgente. Porque en la escuela todos debemos remar para el mismo lado, y muchas veces eso no pasa.

Uno puede lidiar con niños inquietos, con berrinches, con falta de atención, con frustración, con dificultades de aprendizaje. Para eso estamos. Pero lo verdaderamente complejo es cuando los adultos responsables de esos niños no reconocen que su hijo o hija necesita cambiar, mejorar o asumir consecuencias por sus actos. Cuando se les llama con respeto a conversar, a sumar esfuerzos, a tomar medidas, pero lo único que uno recibe es negación, evasión… o peor: reproches.

Hay una realidad que como sociedad nos cuesta admitir: algunos padres se han vuelto permisivos, y lo disfrazan de “respeto” o de “amor”. Pero el amor sin límites no educa, confunde. Los niños no necesitan que todo se les permita. Necesitan que alguien les enseñe cuándo parar, cómo actuar, cómo convivir. Y eso comienza en casa. La escuela puede reforzar, orientar, acompañar… pero no reemplazar la labor de crianza.

He visto estudiantes agredir, burlarse, interrumpir, desobedecer abiertamente. Se llama a sus familias, se explica la situación, se busca una salida conjunta. ¿Y qué pasa? Nada. El niño sigue igual o peor. A veces incluso, el profesor termina siendo el malo de la historia por atreverse a poner un límite.

Y no es que uno no entienda que ser papá o mamá también es difícil. Lo es. Pero educar es una tarea compartida. Cuando los padres desautorizan al docente frente al niño, lo que están enseñando es que no hay reglas, que no hay consecuencias, que no hay que respetar a nadie. Después no nos sorprendamos si ese niño crece sin valorar la autoridad, sin empatía, sin tolerancia a la frustración.

Yo también hablo fuerte en clase cuando es necesario. No grito por deporte, pero sí levanto la voz cuando hay que marcar el límite. Porque hablar suave con quienes no escuchan, a veces no basta. Y hablar fuerte no es violencia, es firmeza. Es proteger a los demás estudiantes. Es dejar claro que hay cosas que no se permiten. Porque poner límites también es amar.

Lo más triste no es que haya niños difíciles. Es que haya padres que, en lugar de corregir, justifiquen. Que, en vez de educar con nosotros, nos enfrenten. Que vean al maestro como enemigo y no como aliado.

Si esta columna incomoda, ojalá también despierte. Porque si seguimos creyendo que la culpa es siempre del colegio, siempre del docente, y nunca de las dinámicas en casa, no vamos a formar niños autónomos, empáticos ni responsables.

Y ahí perdemos todos.

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