
Hay un momento en la infancia que, aunque nadie lo admite, es casi un rito de paso: la primera mentira. No es nada elaborado, ni una estrategia maestra, es más bien un experimento torpe, un intento ingenuo de cambiar la realidad con palabras. “Yo no fui”, dice el niño con la cara llena de chocolate. “Se cayó solo”, mientras el jarrón todavía rueda en el suelo. Y ahí estamos los adultos, mirando la escena, sabiendo perfectamente la verdad, pero fingiendo asombro ante la audacia del intento.
Lo interesante es que, aunque sabemos que nos están mintiendo, la mayoría de las veces no nos preguntamos por qué lo hacen. Solemos ir directo al regaño, a la lección moral sobre la importancia de decir la verdad, al clásico “mentir está mal”. Pero, ¿y si en lugar de enfocarnos en la mentira, nos enfocamos en lo que la provoca?
Porque mentir, en esencia, no es solo decir algo que no es cierto. Mentir es una herramienta, un escudo, un atajo que todos, en algún momento, hemos usado. Un niño que miente no lo hace porque sí. Lo hace porque teme el castigo, porque quiere engañar, porque descubrió que la mentira le ahorra problemas. Y si somos honestos, ¿no es lo mismo que hacemos los adultos?
Pensemos en cuantas veces hemos dicho que estamos bien cuando en realidad estamos al borde del colapso. Cuántas veces hemos inventado una excusa en lugar de admitir que simplemente no queríamos salir. Cuántas veces hemos maquillado la verdad porque nos daba miedo el qué dirán.
La gran ironía es que mientras les decimos a los niños que la mentira está mal, ellos nos ven mentir todo el tiempo. Escuchan a los adultos decir “dile que no estoy” cuando llaman por teléfono, ven a los papás justificar su impuntualidad con “es que había un tráfico terrible” aunque la verdad es que simplemente salieron tarde, notan cómo en la mesa familiar alguien finge sonreír a un pariente al que claramente no soporta. Y entonces, en sus mentes, empieza a surgir una duda razonable: ¿si los adultos mienten, por qué yo no puedo hacerlo?
Y aquí es donde la cosa se complica. La mentira deja de ser un experimento infantil y se convierte en una estrategia de vida. Algunos niños aprenden que mentir les evita problemas, otros descubren que los hace ver mejor ante los demás, y algunos más se dan cuenta de que la verdad, a veces, es castigada con más dureza que la mentira. Y si desde pequeños entendieron que decir la verdad los mete en líos, no es raro que de adultos sigan eligiendo mentir.
Pero el problema no es solo que se mienta, sino que la mentira se vuelve costumbre, y peor aún, se normaliza. Porque al final, ¿cuántas cosas que hoy aceptamos como parte de la vida no son más que mentiras disfrazadas? Nos dicen que la vida premia a los que trabajan duro, pero todos hemos visto a más de un vago con suerte llegar más lejos que el que se esforzó. Nos repiten que “lo importante es participar”, pero en el mundo real nadie le da medallas a los que solo lo intentaron. Nos convencen de que decir la verdad siempre es lo correcto, pero sabemos que hay verdades que traen más problemas que beneficios.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Le seguimos diciendo a los niños que mentir está mal mientras seguimos mintiendo todos los días? ¿O mejor nos replanteamos cómo manejamos la verdad y la mentira? Tal vez la clave no esté en castigar la mentira, sino en hacer que la verdad sea un lugar seguro, sin que esto signifique ser PERMISIVOS.
Porque si un niño sabe que puede decir la verdad sin miedo a represalias INJUSTAS, es más probable que elija ser honesto. Si crece en un ambiente donde se le escucha en lugar de juzgarlo, donde se le permite equivocarse sin que eso signifique un drama, donde ve a los adultos ser sinceros incluso cuando es incómodo, entonces tal vez no sienta la necesidad de mentir.
Y eso nos lleva a una pregunta incómoda: ¿nosotros, como adultos, estamos dispuestos a vivir con la verdad? Porque exigir honestidad a los niños mientras seguimos justificando nuestras propias mentiras es como pedirles que coman saludable mientras nosotros desayunamos una torta de chocolate. Es injusto, es contradictorio y, lo peor de todo, es otra mentira más.
Así que antes de indignarnos porque un niño miente, tal vez deberíamos revisar nuestro propio historial de verdades a los medios. Porque, al final del día, los niños no aprenden de lo que les decimos. Aprenden de lo que hacemos. Y si queremos que sean sinceros, el ejemplo debería empezar por nosotros.